La memoria es eso que hace que
las cosas no se olviden, y dentro de las cosas se pueden incluir hechos,
recados, mensajes, caras, personas, chistes e incluso cosas. Lo que pasa es que
uno de los tipos más frecuentes de memoria es la mala, la mala memoria. Esto se
sabe porque siempre nos llama más la atención alguien con muy buena memoria que
el olvidadizo, dada la escasez de quienes retienen como por magia todo lo que
entra en sus cabezas y la abundancia de los que simplemente no se acuerdan.
Luego, en función de lo que nos haya molestado el olvido, catalogamos a quien
lo tuvo; si no nos ha molestado será un despistado entrañable, y si lo ha
hecho, un desastroso que no pone ningún interés en las cosas. Pero en
cualquiera de los dos casos lo que queda es el hecho de que algo se ha olvidado
y en ocasiones perdido, y si es cualquier minucia no tiene problema, pero
imaginemos que es la solución al catarro común o el teléfono de alguien que te
había prometido una noche loca de sexo y desenfreno a la luz de la luna. En
estos casos puede resultar desesperante, y para eso se inventaron los soportes en
que registrar cosas (véase la lista anterior) para que no se olviden y
desaparezcan, porque casi todo desaparece cuando se olvida; desaparece o lo que
es peor, puede cambiar de significado.
Y aquí encontramos la paradoja de
la memoria, porque históricamente los soportes usados para preservar la
memoria, salvo alguna excepción singular, son perecederos de cojones. Y no solo
eso, sino que han sido más perecederos a medida que la civilización avanzaba, si bien no se ha sabido nunca
hacia donde. Así, en la época prehistórica se pintaban o rayaban cosas en
piedra y de ahí el nombre de “rupestres”, muchas de las cuales han llegado hasta
nuestros días. Hace cinco mil años se utilizaron tablillas de arcilla marcadas
con cuñas que también hemos podido leer e incluso interpretar porque han
aguantado perfectamente el paso de los siglos.
Pero luego se inventó el papel y
ahí empezó el lío. Cierto que era mucho más manejable que los antiguos sistemas
de almacenamiento, cierto también que era más fácil escribir en él que esculpir
o marcar, y cierto que no era necesaria una habilidad especial para preservar
tus cosas del olvido. Pero esta
democratización relativa que puso a salvo muchos más recuerdos, también hizo
que se perdiesen arrasados por el agua, el fuego o el simple paso del tiempo.
Había comenzado la era de los soportes perecederos de cojones, y aunque todavía
se empleaban medios tales como el tallado en piedra, la realidad es que poco a poco
las cosas cuyo recuerdo querían conservar fueron siendo cada vez menos
importantes. Incluso hubo una época en que se permitió que una élite fuese la
encargada de transcribir esos recuerdos básicamente para que solo se guardasen
los recuerdos que a ellos les interesaba, y no otros. Para estos había algunos
letrados que escribían sus cosas en papel o madera con dibujos que ayudaban a
una plebe embrutecida a comprender las historias que se les contaban, de las
cuales no queda ni el recuerdo más que en aquéllas que pasaron de boca en boca
lo que, más que perecedero, es una gilipollez.
Y entonces llegó el momento
cumbre del despropósito papelero cuando en 1.440 Gutemberg inventó la imprenta.
Cierto es que cuatrocientos años antes había habido un intento por parte de los
chinos de inventar una imprenta, pero con tantas letras era un pifostio y no
cuajó la cosa, amén de que los emperadores gustaban más de la caligrafía de
pincel gordo, muchísimo más decorativa, dónde va a parar… Total, que se consiguió hacer grandes
cantidades del recuerdo de la misma cosa de un modo mucho más fácil, e incluso
de cosas que alguien quería guardar aunque no hubiesen existido, y el mundo se
pobló de libros. Esto, que puede parecer bonito, no lo es tanto si pensamos en
la cantidad de pérdidas que ha habido desde entonces, tanto por guerras como
incendios o inundaciones fortuitas, quemas públicas o devoradas por las ratas.
Somos tan inocentes que incluso nuestro medio preferido de pago, el dinero, es
de papel. A esto hace referencia magistralmente Stanislaw Lem en la
introducción de su novela “Memorias encontradas en una bañera”, libro que
recomiendo siempre que me acuerdo. Pero no divaguemos.
Visto todo lo anterior, el hombre
contemporáneo comprendió que con el uso de los medios tradicionales los
recuerdos peligraban, inventando nuevos soportes más sólidos y con una
capacidad enorme en que guardar todos esos perecederos soportes heredados de nuestros
antepasados. Y además dotó a todo el mundo de la posibilidad de usar estos
medios para almacenar sus cosas, incluso consiguió que las fotos no hubiese que
ponerlas en papel sino que son pequeños magnetismos guardados en el soporte
correspondiente. ¡Qué maravilla poder guardar en un “pen” una librería
completa, o una vida con todas sus imágenes… ¡y cabe en un bolsillo!
¿Fascinante? Puede, pero inútil,
porque hemos retrocedido aunque nos parezca que en realidad no hemos hecho sino
avanzar. Con un libro, puedo acceder a la información sin más necesidad que el
propio soporte que la contiene. Con un dispositivo electrónico no, porque
necesito un ordenador para leerlo, o corriente eléctrica o que la batería tenga
carga. Y no solo eso: con el tiempo que tarda en quemarse una biblioteca puede
que de opción a salvar algo. En comparación, un pen ardiendo no da tiempo ni a
avisar a los bomberos, y qué decir de discos duros o esos CD que cuando tienen
algunos años (no muchos) empiezan a descomponerse solos sin que haya ningún
remedio y de los que casi puedes ver caer las canciones que contienen a nada
que lo sacudas un poco.
Definitivamente somos una raza
que, siglo tras siglo, repite los mismos errores porque olvida que ya los ha
cometido, y eso es porque no tiene donde guardarlos.
Besos castos.